Teníamos ganas de Scorsese. Lo echábamos de menos. Nos habían contado que el viejo de Marty estaba de capa caída, que había perdido fuerza narrativa; que su famosa intuición -ese conocimiento enciclopédico de la historia del cine que le hacía elegir obras literarias y guiones de toda clase y condición para convertirlos en obras maestras- ya no era tan evidente.
Y los fans de Scorsese decíamos "Puede ser, pero... Martin fue, es y será Martin, y normalmente no nos decepciona".
Este diálogo se repitió, cual día de la marmota, a lo largo de los cuatro añazos que hemos estado sin poder disfrutar de una nueva ficción de este director incomparable. Y por fin llegó el día. Un thriller psicológico con el nuevo hijo pródigo, Leo Di Caprio, en el papel principal. Vimos el tráiler y nos dijimos "qué buena pinta".
Evidentemente, el tema tratado en la película no es nuevo. Una institución psiquiátrica, una paciente que da problemas, giros constantes de guión... Todo ya muy visto, oído, masticado e incluso olido. Pero confiábamos en la buena mano de Scorsese para que toda la trama se viera con nuevos ojos, para que pudiéramos disfrutar de algo nuevo y vibrante, para comernos el coco con el "Whodunnit?" habitual y al mismo tiempo saborear cada uno de los planos del metraje.
Y no cabe decir sino que el principio no nos decepciona en este sentido: un barco que se dirige a una isla monstruosa al más puro estilo isla de King Kong, dos policías vestidos a la moda de los '50 y entre ellos uno de los mejores actores vivos haciendo el papel que más le va: el de un histriónico con el ceño fruncido. Llegamos al manicomio y, acompañados por una música al más puro estilo Cape Fear nos introducimos en la presentación del conflicto; una mujer escapada, dos policías que investigan, una institución dirigida por el solvente Ben Kingsley que esconde numerosos secretos... ¿Inquietante? De momento sí.
Entramos en el segundo acto y todo va sobre ruedas, el ritmo nos convence, la música actúa cuando debe, el conflicto es jugoso... Es entonces cuando se nos empiezan a dar datos que (nosotros sabemos) serán importantes para comprenderlo todo al final de la trama, y nos empezamos a dar cuenta de que en toda la historia hay algo que huele raro, que el policía esconde un pasado turbio con el cual está obsesionado, que los médicos parecen saber más de lo que dicen y que debemos estar atentos para no perdernos más adelante. Perfecto, nos decimos.
Pero, de repente, todo se vuelve extraño, los frentes abiertos se multiplican hasta límites insospechados; nos hablan de un faro, de la guerra fría, de unos niños muertos, de una mujer loca que no lo está... Y nos empezamos a hacer un lío, ¿qué es lo importante? ¿qué me quieres contar, Marty?.
Todo este batiburrillo nos provoca un poco de confusión, pero nos tranquilizamos al ver la impresionante secuencia de la prisión-manicomio y al saber que, pese que hace tiempo que intuimos el giro final, nos acercamos al clímax, protagonizado por el faro de la isla monstruosa (hay motivos y motivos...), y a la (esperada) sorpresa final. Cuando el pastel se descubre, ya perdemos la esperanza de que el film se arregle, nos sentimos algo estafados (algo que es normal y necesario en una película de este tipo) y nos molesta el larguísimo anticlímax comercial, que no sirve sino para explicar a los que se habían perdido los primeros 40 minutos del film una de las posibles interpretaciones de la cinta. Y al final, aunque nos gusta su ambigüedad, su traslado del estado de locura al lenguaje cinematográfico, las asociaciones y disociaciones que se producen, el trabajo técnico (casi) impecable y otros muchos aspectos positivos, no podemos sino sentirnos contrariados, preguntándonos qué ha pasado en la película, qué nos han contado, qué hemos aprendido.
Y salimos del cine y nos dicen que Scorsese ya no es el que era, que ha perdido fuerza narrativa e intuición, y nosotros contestamos: "Puede ser, pero... Martin fue, es y será Martin, y ya hablaremos cuando vuelva a hacer ma(f/g)ia".