Shutter Island: Mucho ruido, pocas nueces

Teníamos ganas de Scorsese. Lo echábamos de menos. Nos habían contado que el viejo de Marty estaba de capa caída, que había perdido fuerza narrativa; que su famosa intuición -ese conocimiento enciclopédico de la historia del cine que le hacía elegir obras literarias y guiones de toda clase y condición para convertirlos en obras maestras- ya no era tan evidente.
Y los fans de Scorsese decíamos "Puede ser, pero... Martin fue, es y será Martin, y normalmente no nos decepciona".
Este diálogo se repitió, cual día de la marmota, a lo largo de los cuatro añazos que hemos estado sin poder disfrutar de una nueva ficción de este director incomparable. Y por fin llegó el día. Un thriller psicológico con el nuevo hijo pródigo, Leo Di Caprio, en el papel principal. Vimos el tráiler y nos dijimos "qué buena pinta".

Evidentemente, el tema tratado en la película no es nuevo. Una institución psiquiátrica, una paciente que da problemas, giros constantes de guión... Todo ya muy visto, oído, masticado e incluso olido. Pero confiábamos en la buena mano de Scorsese para que toda la trama se viera con nuevos ojos, para que pudiéramos disfrutar de algo nuevo y vibrante, para comernos el coco con el "Whodunnit?" habitual y al mismo tiempo saborear cada uno de los planos del metraje.
Y no cabe decir sino que el principio no nos decepciona en este sentido: un barco que se dirige a una isla monstruosa al más puro estilo isla de King Kong, dos policías vestidos a la moda de los '50 y entre ellos uno de los mejores actores vivos haciendo el papel que más le va: el de un histriónico con el ceño fruncido. Llegamos al manicomio y, acompañados por una música al más puro estilo Cape Fear nos introducimos en la presentación del conflicto; una mujer escapada, dos policías que investigan, una institución dirigida por el solvente Ben Kingsley que esconde numerosos secretos... ¿Inquietante? De momento sí.
Entramos en el segundo acto y todo va sobre ruedas, el ritmo nos convence, la música actúa cuando debe, el conflicto es jugoso... Es entonces cuando se nos empiezan a dar datos que (nosotros sabemos) serán importantes para comprenderlo todo al final de la trama, y nos empezamos a dar cuenta de que en toda la historia hay algo que huele raro, que el policía esconde un pasado turbio con el cual está obsesionado, que los médicos parecen saber más de lo que dicen y que debemos estar atentos para no perdernos más adelante. Perfecto, nos decimos.
Pero, de repente, todo se vuelve extraño, los frentes abiertos se multiplican hasta límites insospechados; nos hablan de un faro, de la guerra fría, de unos niños muertos, de una mujer loca que no lo está... Y nos empezamos a hacer un lío, ¿qué es lo importante? ¿qué me quieres contar, Marty?.
Todo este batiburrillo nos provoca un poco de confusión, pero nos tranquilizamos al ver la impresionante secuencia de la prisión-manicomio y al saber que, pese que hace tiempo que intuimos el giro final, nos acercamos al clímax, protagonizado por el faro de la isla monstruosa (hay motivos y motivos...), y a la (esperada) sorpresa final. Cuando el pastel se descubre, ya perdemos la esperanza de que el film se arregle, nos sentimos algo estafados (algo que es normal y necesario en una película de este tipo) y nos molesta el larguísimo anticlímax comercial, que no sirve sino para explicar a los que se habían perdido los primeros 40 minutos del film una de las posibles interpretaciones de la cinta. Y al final, aunque nos gusta su ambigüedad, su traslado del estado de locura al lenguaje cinematográfico, las asociaciones y disociaciones que se producen, el trabajo técnico (casi) impecable y otros muchos aspectos positivos, no podemos sino sentirnos contrariados, preguntándonos qué ha pasado en la película, qué nos han contado, qué hemos aprendido.

Y salimos del cine y nos dicen que Scorsese ya no es el que era, que ha perdido fuerza narrativa e intuición, y nosotros contestamos: "Puede ser, pero... Martin fue, es y será Martin, y ya hablaremos cuando vuelva a hacer ma(f/g)ia".

Mulholland drive: la carretera de los sueños


Ni que decir tiene que David Lynch es uno de los directores vivos más interesantes y arriesgados del panorama internacional.
Asociar la palabra "polémico" a su cine parece ya casi una redundancia, y aunque su enorme capacidad imaginativa parece ser aceptada por casi todo el mundo, las reacciones a su filmografía vienen a menudo lastradas por un cierto fanatismo tanto por parte de sus, en ocasiones, demasiado fieles seguidores como por sus detractores. Con relativa frecuencia los críticos y líderes de opinión cinematográfica se dejan llevar por el nombre de este cineasta y encumbran o infravaloran películas sin ni siquiera haberse esforzado a pensar sobre ellas.
Por ello creo que una opinión escéptica con la fama de Lynch y libre de prejuicios, es la más válida para describir sus films. Con esa intención, y desde un cierto desconocimiento y neutralidad ante su obra, me gustaría escribir unas líneas sobre una de las más famosas y características películas del realizador, Mulholland Drive.

Es curioso el hecho de que, si tenemos en cuenta la progresión dramática clásica, la película es un cortometraje de veinte minutos sobre el desamor homosexual. Y si vemos esos veinte minutos finales sin ver las dos horas anteriores y nos ponemos a analizarlos, vemos que lo que se cuenta es una historia bien narrada y estructurada, con un guión inteligente, una maravillosa música y unas excelentes interpretaciones. Nada excepcional, por supuesto.
Lo excepcional son las dos horas anteriores, porque lo que vemos previamente es, lejos de lugares comunes, el sueño (con sus dos acepciones) puesto en imagen. Y contrariamente a lo que pudiera parecer, no se ha de entender esta ensoñación como algo abstracto o surrealista, porque la mayoría de escenas entran en lo comprensible y lo verosímil. Entonces, ¿a qué me refiero con "sueño puesto en imagen"? Pues muy sencillo. Lo que hace Lynch, y por lo que te deja con la boca abierta cuando has tenido tiempo de reflexionar unos momentos, es trasladar la estructura de cómo soñamos al lenguaje cinematográfico.
Escenas deshilachadas entre sí se suceden en una carretera que conduce al universo lynchiano lentamente, mientras el espectador se desliza sin querer darse cuenta a pesar de las señales (los ancianos sonrientes, el cowboy AKA Lynch en pantalla...), y cuando ya llevamos un buen rato en el mundo de David, cuando todo parece que deja de tener un sentido lógico, llega la conclusión final y nos damos cuenta que las piezas del puzzle que deseábamos resolver no encajan entre ellas, que son meros apuntes subconscientes que nos otorgan un papel interpretativo, en el cual se nos hace imposible discernir cuáles de los sueños de Diane/Betty son reales o simples deseos y cómo se sucedieron los hechos (si es que lo hicieron) en realidad. La moraleja, al final, se nos presenta cruel aunque real, sin azúcar: por mucho que soñemos no podemos cambiar lo que ya ha sucedido.

Por supuesto, no es casualidad que la historia se ubique en Hollywood, ni que la protagonista sea una actriz que sueña con introducirse en el mundo de los grandes estudios, ni la dualidad rubia americana/morena extranjera ya presente en otras obras del autor. Y es que como en la magnífica Blue velvet, la bella capa superficial del mundo de las estrellas, ésa que asombra a Betty al salir del aeropuerto de Los Ángeles, esconde un iceberg de suciedad sórdida y cruel, una putrefacción que, como la oreja de Lamberton o el cadáver de Diane, nos cuesta asimilar.

La estructura del film, si uno no presta toda su atención, puede parecer tremendamente complicada, puede hacer que nos desentendamos y desconectemos de la película, más si tenemos en cuenta las pocas pistas (aunque suficientes) que en esta ocasión se nos ofrecen.

Curiosamente, esta cinta recuerda más a otras como Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Gondry, 2004) que a la última película del realizador, Inland Empire, ya que a diferencia de ésta, Lynch no se deja dominar completamente por la búsqueda de un nuevo lenguaje, no antepone su universo fílmico y teórico a una historia, no se olvida del espectador. Mulholland Drive es, en comparación con la última obra del autor, menos depurada teóricamente en la evolución comenzada con Lost Highway, pero sin duda es mucho más entretenida, mucho más bella (cómo olvidar por ejemplo la pulsión de la escena erótica de las protagonistas) y quizás contiene mucho más cine que aquélla, pues al contrario de la citada, es completamente disfrutable y admirable sin tener que descifrar una sinopsis, como si se tratara de un buen cuadro abstracto.

Caché: Memoria y miedo


Debo confesarme antes de expresarme: ésta era la primera película de Haneke que veía. Me lo habían recomendado, me habían dicho que por su estilo seguramente me gustaría... pero nada.
Como casi todo en esta vida, las cosas buenas llegan sin buscarlas, y en esta ocasión no fue excepción que confirma.
El caso es que haciendo zapping en uno de los pocos momentos en que veo la tele, llego a La 2, et voilà, emisión de película buenísima pagada con nuestros impuestos. Ya era hora.

La cinta viene alabada por dos de los premios más importantes a nivel mundial actualmente, el de mejor dirección y el FRIPESCI de un festival tan prestigioso como el de Cannes. Y ya desde la primera toma, te das cuenta que es chicha de Cannes: encuadre fijo de varios minutos de una calle residencial, y de repente, después de unos créditos por lo menos originales, la imagen rebobina y avanza, y unas voces en off hablan sobre la imagen que ven. En ese momento parece imposible no ver lo que nuestro amigo Michael nos quiere decir, algo así como "Eh, aquí estoy yo, yo soy el dueño y señor de esta ficción y voy a hacer lo que me salga de mis pelotas austríacas me plazca con ella". Y lo cumple, porque a partir de ese momento el director no se cansa de jugar con sus personajes y jugar asimismo con nosotros, tensando la cuerda a lo Hitchcock, haciéndonos pensar, modificando el lenguaje del cine de una manera sutil e integrada.

Pero Haneke no se queda, menos mal, en escritor con estilo y sin historia, y nos presenta rápidamente a las piezas del puzzle: una familia francesa de clase-media alta, aparentemente feliz, empieza a recibir cintas de vídeo en las que se observan imágenes de su calle y de su casa, unidas a dibujos infantiles macabros y a llamadas telefónicas sospechosas. Una sinopsis así, firmada con brío, podría dar a un más que decente thriller psicológico, pero claro, Haneke no se iba a conformar sólo con eso. Las cintas de vídeo, en esta película, son algo así como una espinita clavada en la planta del pie; al principio uno no le da importancia, no es nada serio, pero la espina sigue ahí, y poco a poco va causando dolor, infección, afectando a otras partes del cuerpo, revelando culpas y miedos ya aparentemente olvidados. Haneke sabe que no es oro todo lo que reluce, así que coloca su monolito en la luna, observa y toma nota.

La película tiene al menos dos capas de significado claramente observables: la que se refiere a miedos y memorias individuales (protagonista y su familia) y la que se refiere a lo mismo pero en el ámbito colectivo (Francia y su pasado reciente). A nivel de las relaciones familiares, el director nos muestra con escepticismo la situación de una familia normal, bienestante, y nos plantea que el suelo que sostiene la estructura no es tan sólido como pudiera parecer. Y la familia feliz ya no es tan feliz: el padre (inmensa interpretación de Daniel Auteuil) vive con una alta carga de culpa a causa de un suceso de su infancia y es incapaz de confiar en sus personas más allegadas; la madre sólo puede consolarse con un amante, mientras que el hijo, en plena adolescencia, no parece encontrar el necesario apoyo de sus padres. Y es aquí cuando el fantasma del pasado se hace evidente de manera genial y metafórica: el niño argelino, abandonado por sus padres adoptivos y su hermanastro francés, se ha hecho mayor y malvive con su hijo joven en un apartamento. Su suicidio (uno de los planos más sobrecogedores que he visto en una pantalla) es inevitable ante el olvido sistemático por parte de Francia.
Sí, digo bien, de Francia, porque tras el suicidio empiezas a atar cabos de la sobrecogedora metáfora que Haneke se ha sacado de la manga para describir la situación de los países en vías de desarrollo en relación al mundo occidental. Y empiezas a darte cuenta de los detalles previos: la tonta discusión con el inmigrante al salir de casa, la inmensa biblioteca presidida en su centro por un televisor siempre encendido que emana una constante paranoia xenófoba, la acusación del secuestro hacia el hombre argelino y su hijo, el gallo decapitado...
Todo forma parte de lo mismo, y nos habla de la historia de Francia de los años 60 hasta la actualidad: un buen día, la Argelia adoptada se convierte en un problema para los padres franceses, que deciden abandonarla a su suerte ante la mirada pasiva de su hermanastro, que vive, rico, pero con una alta carga de culpa escondida tendiente a florecer. El hermano argelino, pobre, tiene un hijo que ha visto las penurias del padre y no quiere agachar la cabeza sino reivindicar ("sólo quería saber lo que se siente al cargar con un hombre") en voz alta. El francés mira para otro lado, le pide que no alce la voz porque se avergüenza delante de sus hermanos occidentales. Haneke, con su famoso plano final, a parte de hacerse él mismo patente y hacer cavilar al espectador poco ávido un poco más, nos muestra el futuro de dos jóvenes, uno argelino y el otro francés, condenados a entenderse.

En resumen, una impresionante y sobrecogedora película, una verdadera obra abierta y arriesgada, que desgraciadamente ha sido infravalorada por el público.

Monstruos invisibles: Flash


Hace poco, gracias a la recomendación de un fella muy "xulu", compré y leí esta novela del conocido y buen autor americano Chuck Palahniuk, sí sí, el de El club de la lucha.
Pues bien, aunque no era la primera novela (en concreto la tercera) que me leía de este provocador contemporáneo por excelencia, no cesó de dejarme con ese regustillo agridulce de sus novelas y me sorprendió, aunque todo hay que decirlo, bastante menos que las dos anteriores.

Como viene siendo habitual a lo largo de su obra, nuestro amigo Chuck se mofa de la sociedad occidental actual y más concretamente de la estadounidense. En esta ocasión, sus envenenados dardos van cargados con un veneno al menos tan extravagante como el de Asfixia, y su destinatario es el narcisismo dominante en el mundo en que vivimos. Pero no se queda ahí, sino que hace un estupendo análisis (posiblemente lo mejor del libro) de la visión de la homosexualidad por parte de la, según su parecer (y según el mío también), hipócrita sociedad estadounidense.

La novela también nos presenta uno de los recursos estílisticos más usados por su autor: los saltos de tiempo. Este recurso permite a la obra ser un puzzle incompleto en tiempo y en descripción de personajes; y es que a medida que vamos colocando piezas entendemos no sólo la linealidad temporal (y espacial) de la historia sino además la definición de sus personajes, sobre todo de la principal, ya que aunque el narrador coincida con la protagonista de la historia su descripción mediante el monólogo interior es muy escueta y nos transmite una sensación de vacuidad.
Como en El club de la lucha, este libro empieza por el final. Y como en aquél, no entendemos absolutamente nada de este final, ni quienes son sus personajes ni qué motivaciones han provocado que lleguen a esa situación. A lo largo de la primera parte, cuando ya conocemos a sus protagonistas, seguimos sin entender cómo será posible ése final, porque echamos en falta una relación causal evidente. Y eso es lo que te atrapa de la novela, porque aun teniendo en cuenta que su estructura principal está basada en un Whodunnit? bastante simple (aunque cargado de significado), esta especie de road book está recubierto de capas de sentido, personajes peculiares, situaciones extravagantes y diálogos que van un paso más allá de la profundidad hasta llegar a ser pura esencia del pensamiento de sus protagonistas y de la sociedad que los condiciona.

Una vez más, el autor nos plantea una de sus obsesiones: la doble personalidad. No sólo nos presenta la clásica dicotomía persona interior/personaje exterior sino que nos habla de la máscara que supone el maquillaje, el cambio de sexo y la cirugía estética, y cómo estos elementos construyen un mundo de apariencias, donde si se está fuera del cánon de bello/joven/heterosexual uno se puede convertir en un monstruo invisible, cosa que, si tenemos en cuenta las características de nuestra sociedad, es aparentemente lo peor que te puede ocurrir.

A pesar de sus aciertos y a diferencia de El club de la lucha y Asfixia, ésta me parece una novela algo fallida. Primeramente, su objetivo de descripción y crítica de un sistema social narcisista, drogado con productos farmacéuticos, homófobo e hipócrita queda algo emborronado por la extravagancia y en ocasiones inverosimilitud de sus situaciones y personajes, que llegan a resultar ajenos y poco humanos, aunque éste sea precisamente uno de los objetivos del autor. Esta cierta falta de interés que provoca viene secundada por la utilización del tiempo en la novela y la estructura en forma de puzzle que antes comentábamos, que a veces destila un olor a innecesidad y a tedio, más si tenemos en cuenta que su único sustento es descubrirnos who have done it y otros fuegos de artificio más (algunos bastante previsibles).
Sin embargo, leer esta obra merece la pena, y aunque posiblemente no sea la mejor del autor, sí que se observa en ella sus obsesiones, aciertos y fallos, además de hacernos reflexionar sobre el componente altamente narcisista y suicida de nuestras vidas.

Dame más novelas buenas, Chuck.
Flash

Años mágicos de cine (1): 1954


Hoy viernes, al igual que la mayoría de los cines de este peculiar país, estoy de estreno. Inauguro una nueva sección en este blog/diario personal, y espero que no sea una sección de una sola entrada, como otras que he hecho por aquí.

Como bien indica el título, en esta sección voy a repasar años excepcionalmente prolíficos en cuanto a la calidad de las películas presentadas, calidad, claro está, desde mi punto de vista.

1954 fue un año verdaderamente importante en la historia, y aunque no ocurriera nada demasiado importante, si que es uno de esos años prototípicos de guerra fría, Plan Marshall y inicios de una globalización (en el buen sentido de la palabra) del arte en general y del cine en particular. Mientras los EE.UU. hacían pruebas con la bomba H, Elvis editaba su primer disco y en Cannes -de actualidad por estos días- se confeccionaba lo que sería su seña: la palma de oro, el cine de Hollywood comenzaba una de esas sacudidas que no provocaron otra cosa que el ascenso fulgurante de otras cinematografías, europea y asiática, básicamente.

Mientras que McCarthy y la televisión hacían estragos en el modelo de negocio del studio system, en Europa se vivía un contexto muy diferente. Los principales países europeos comenzaban a salir de la postguerra, y con el crecimiento económico las prioridades empezaron a ampliarse, siendo el cine uno de los primeros beneficiados.

En Estados Unidos, el maestro Hitchcock vivía sus años de máximo esplendor. No sólo presentaba una de esas películas mágicas por la capacidad de crear más con menos (La ventana indiscreta) sino que por si fuera poco estrenaba en este año una que está en mi top-5 del realizador sin duda: Crimen perfecto. Elia Kazan, por su parte, rodaba quizás su película más conocida, La ley del silencio, moralmente despreciable pero todo un ejemplo de lo que el realizador era capaz de hacer en imágenes y una magnífica muestra del clasicismo negro hollywoodiense. También hay que destacar otras tres obras, que aunque no he tenido ocasión de ver todavía, no cabe duda que se recuerdan como grandes: La condesa descalza, de Mankiewicz, Johnny Guitar y Deseos Humanos, del gran Fritz Lang.

El cine americano, a pesar de las exquisitas muestras comentadas, queda bastante mal situado si lo comparamos con la calidad artística rompedora, sugestiva y profundamente atrayente del cine europeo y japonés.
Por aquel entonces en nuestro continente, si había una cinematografía dominante esa era sin duda la italiana. Los movimientos del nuevo cine europeo todavía estaban en su fase embrionaria, y de la condición crepuscular del movimiento neorrealista surgieron tres films imprescindibles para entender todo el cine que vendría después en Italia y Europa. Me estoy refiriendo a La strada, consagración del maestro Fellini con su gran obra maestra y una de las películas favoritas del que escribe; Senso, de Visconti; y por último (primera quizás en importancia cinematográfica) Viaggio in Italia, de Roberto Rossellini, precursora de la modernidad.
Otras propuestas interesantes en el panorama europeo de aquel año fueron las españolas Cómicos y Novio a la vista, de Bardem y Berlanga, y Una lección de amor, de Bergman.

Pero, sin duda, si algún país vivió en aquel año un florecer asombroso ese fue Japón. No hace falta decir que los nipones vieron su época dorada en los 50 y 60, gracias sobre todo a Kurosawa, Mizoguchi y Yasujiro Ozu, y quizás 1954 fue su mejor año. La lista de filmes imposibles de obviar es muy larga, desde las impresionantes Los siete samuráis o El intendente Sansho a las profundas Los amantes cruzificados o La voz de la montaña, de Noruse, pasando por Samurái o La mujer crucificada. Todo ello regado con la palma de oro en Cannes de La puerta del infierno, de Teinosuke Kinugasa, curiosamente una película totalmente olvidada y quizás (no he tenido ocasión de verla) sensiblemente inferior a sus contemporáneas. En todo caso, este premio era una señal de la apertura de miras del cine hacia propuestas de todo tipo y de todo país, cambio que supuso la época dorada mundial del cine sonoro en los años siguientes.

Séraphine: La cenicienta modernista


Hace tanto tiempo que no entraba en mi blog que he tenido que barrer telarañas y recolectar musarañas, y al leerme las críticas de nuevo me han entrado ganas de dejarlo e irme a tomar unas cañas.
Uf, estoy poético hoy.

Poético como las imágenes que nos trae Provost en la película que sin demasiada voluntad crítica comentaré hoy, Séraphine, ganadora de casi todos los premios César (aunque no creo que los premios académicos signifiquen nada, más allá de márketing).
Basada en la vida de Séraphine de Senlis, pintora de la cual servidor -de usted y de aquél que me invite a patatas bravas- no tenía conocimiento, la película narra un tranche de vie de la artista, desde los 42 años hasta su muerte.

Lo primero que nos sorprende al ver la sinopsis es el hecho de que esté protagonizada por una mujer, artista y encima poco agraciada. Me direís: "Pff, eso ya lo habíamos visto en Frida". Pues no. Porque por mucho que la cejijuntezcan, Salma Hayek no es precisamente gorda, fea y no tiene una cara de francesa que tire para atrás. Yolande Moureau sí.

Es precisamente en el personaje principal donde el film se apoya, y ello no es para nada erróneo si tenemos en cuenta la impresionante interpretación de Moureau. Quizás muchos consideren este film como un biopic, pero no estoy de acuerdo si notamos que por una parte no se toma toda la vida de la artista y por otra no se da (ni se insinúa) ningún juicio moral sobre la persona, habitual en este tipo de films.
Viéndola me da la impresión de que se ha hecho un gran esfuerzo por desdramatizar, por hacer un ejercicio de "esto es lo que hubo, yo sólo muestro", y quizás este esfuerzo sea forzado desde el guión, porque desde el punto de vista de la realización se nos componen planos con fuerza dramática magistral, de ésos que abres los ojos bien al máximo para apreciar todos los detalles. Una excelente dirección artística y fotografía completan el asunto.

Séraphine es la historia de cenicienta, una cenicienta sin hada madrina, un hombre elefante sin Hopkins. Uhde, que en teoría parece que va a cumplir ese papel, desaparece de su vida repentinamente por causas bélicas, y cuando reaparece, ya crepuscular, es demasiado tarde para parar a un monstruo creado por él. Y es que es cierto que Séraphine tiene un contacto casi animista con la naturaleza, una autonomía sorprendente y una capacidad artística importante, pero también hay que decir que si Uhde no se hubiera interpuesto en su camino su situación no habría variado, habría seguido siendo esa pobre cenicienta que limpia la casa de la madastra malvada. El marchante de arte acciona el conflicto (narrativo y psicológico de la protagonista) y después huye de él, preocupado por sus propios problemas.

La película tiene algo que no me convence: en ocasiones repite hasta el extremo situaciones sutiles y expresa sutilmente situaciones que necesitan más explicación. Tomemos por caso la cantidad de veces que se nos muestra el proceso creativo místico de la pintora. Se cierra en casa, alguien viene a picar a la puerta y ella no quiere saber nada de ellos. En cambio, el personaje de Minouche, el novio de Uhde y sus amigos burgueses están dibujados arquetípicamente, no sabemos casi nada de ellos aunque parezcan importantes en la historia.
Por último, hermoso final de película, interrumpido por algunas escenas de un hospital mental, escenas sin ningún tipo de interés a mi juicio, ya que no aportan prácticamente nada a la historia que no haya sido mostrado antes.

En resumen, una buena película pero que no me llega a transmitir su potencial a causa de un excesivo hermetismo en determinadas partes y un guión quizás poco claro y/o estructurado en cuestión de personajes y progresión dramática.

Ginger e Fred: Ma la luce non torna più

Sono tornato. Últimamente he estado viendo sólo películas antiguas a causa de un aparente vacío cualitativo en cartelera y un vacío de ganas por parte mía en ir a buscar propuestas interesantes.
No importa, si algo caracteriza al cine es que por muchas películas que veas siempre te quedarán más y más por ver, así que uno se disfraza de abeja polinizadora (la primavera es lo que trae) y va de flor en flor seleccionando aquellas cintas que, por argumento o por afinidad con el autor, le apetece ver.

Es el caso de una de las mejores que he visto últimamente, de visionado casi obligado pero no por ello menos disfrutable. Se trata, como ya podréis haber adivinado, de Ginger e Fred, de la última época del maestro Fellini.

Es inconfundible al ver esta película el sello del director italiano, ya que en ella aparecen algunas de las obsesiones, tanto narrativas como estéticas, presentes a lo largo de su obra. La cinta se inicia como un viaje, un trayecto desde la estación de Roma a los estudios de televisión por parte de Amelia-Ginger, interpretada por una magnífica Giuletta Masina, cuyo envejecimiento a lo largo de la filmografía de Fellini se presenta como un álbum fotográfico en movimiento de su propia vida. El trayecto por Roma vuelve a recordar a ese dibujo de la ciudad como vorágine, hogar de la vida decadente, vacía y mistificadora que ya se mostraba en cintas anteriores como Roma y La dolce vita.
Ya desde ese momento, en lo que es un inicio de primer acto prodigioso, podemos observar los tres temas principales de la cinta, esto es; la crítica al espectáculo televisivo/publicitario como un elemento aculturalizador e inquietamente omnipresente, la trifurcación mediante el disfraz y el maquillaje de la realidad/ficción/representación y la vuelta a un pasado glorioso como toma de conciencia del paso del tiempo.

El primer tema se nos muestra de manera explícita; en prácticamente cada plano hay una televisión encendida y/o un anuncio a todo color, barroco, incluso hortera. Los personajes que aparecen en la primera parte de la cinta parecen obsesionados y abstraídos con la fuerza de atracción televisiva, olvidando sus funciones vitales y profesionales. Lo curioso es que la narración no se queda ahí, sino que muestra la televisión por fuera pero también por dentro, en el si del programa donde Ginger y Fred harán su última actuación. Si la visión inicial de la emisión televisiva ya es desalentadora, la posterior, en que se muestran los mecanismos de producción de un programa tipo Noche de fiesta, es casi siniestra. La fugacidad, falsedad, vacuidad y la obsesión por esos 15 minutos de fama que diría Warhol se hacen patentes como elementos característicos de la TV. Además, todo este circo también le sirve a Fellini para mostrar un extenso catálogo de personajes dibujados y profundamente característicos que hoy en día llamaríamos freaks.
En este entorno se produce lo que podríamos llamar imagen de la decadencia, en la que varios de esos freaks configuran una escena profundamente simbólica en el exterior de una discoteca, bailando sobre un paisaje desolado, escena de la cual Amelia rechaza participar, en una clara alegoría de su profundo sentimiento de desubicación.

Esa visión de la televisión como creadora y destructora de mitos fugaces es otro de los puntos clave de la cinta, puesto que se relaciona con el segundo tema, lo que comentabámos antes sobre la realidad y la representación. Amelia y Pippo como Ginger y Fred, y la comunión de dobles que los acompañan en el autobús marcan esa tendencia posmoderna de la búsqueda de mitos ante la ausencia de un referente religioso o familiar. Se produce aquí uno de los elementos clave en el cine del maestro italiano: la representación dentro de la representación. Mastroianni y Masina no sólo deben interpretar a los personajes sino que además deben interpretar a los personajes que interpretan los personajes. Otra vertiente de la representación se produce en la vida pública, donde personajes claramente vacíos, fracasados (como por ejemplo Pippo) maquillan sus experiencias, ofreciendo una visión exterior totalmente distorsionada de su yo interior.

El tercer tema principal es el del paso del tiempo y su virtud desubicadora. Esto se produce cuando las personas envejecen y se quedan estancadas en un fragmento de tiempo que no corresponde a la sociedad, que evoluciona hacia otros derroteros. Otro aspecto de ese paso del tiempo es su virtud aleccionadora, en que una revisión de tiempos pasados ayuda a reflexionar sobre la propia vida cuando ésta llega a su fin y a tomar conciencia (a veces en un proceso trágico) del momento que se vive.
Todo este tema se empieza a poner en evidencia cuando Pippo, borracho (otro síntoma de decadencia), no reconoce a Amelia. Esa toma de conciencia del paso del tiempo se va haciendo más grande a medida que los personajes se desilusionan al darse cuenta que su pasado glorioso ya pasó, y que de estrellas de la imitación han pasado a un mero espectáculo más, con la mera voluntad de dar paso a otro no mucho más importante y fugaz que el suyo.
El punto álgido de ese darse cuenta se da en la mejor escena del film (y una muestra más del genio felliniano), cuando en medio de sus últimos 15 minutos de fama, la luz se va en plató y con ella la magia veladora de la televisión; los personajes quedan expuestos tal y como son y es entonces cuando Pippo-Fred pronuncia la frase que mejor resume este tercer tema clave del film: Ma la luce non torna più. Sin embargo, esa desilusión que se provoca al despertar del sueño se vuelve ilusión o cuanto menos aceptación al descubrir la luz, el velo del espejo, y verse tal y como se es.

En conclusión, una obra maestra seguramente infravalorada si la comparamos a las grandes cintas de Fellini, pero digna a mi entender de pertenecer a ese limbo del realizador italiano y del cine en general. Una película repleta de símbolos y de significados subyacentes, un prodigio de realización e interpretación y aderezada con ese toque de melancolía agridulce mágica que me gusta tanto y que la convierte en un film mítico.