Ginger e Fred: Ma la luce non torna più

Sono tornato. Últimamente he estado viendo sólo películas antiguas a causa de un aparente vacío cualitativo en cartelera y un vacío de ganas por parte mía en ir a buscar propuestas interesantes.
No importa, si algo caracteriza al cine es que por muchas películas que veas siempre te quedarán más y más por ver, así que uno se disfraza de abeja polinizadora (la primavera es lo que trae) y va de flor en flor seleccionando aquellas cintas que, por argumento o por afinidad con el autor, le apetece ver.

Es el caso de una de las mejores que he visto últimamente, de visionado casi obligado pero no por ello menos disfrutable. Se trata, como ya podréis haber adivinado, de Ginger e Fred, de la última época del maestro Fellini.

Es inconfundible al ver esta película el sello del director italiano, ya que en ella aparecen algunas de las obsesiones, tanto narrativas como estéticas, presentes a lo largo de su obra. La cinta se inicia como un viaje, un trayecto desde la estación de Roma a los estudios de televisión por parte de Amelia-Ginger, interpretada por una magnífica Giuletta Masina, cuyo envejecimiento a lo largo de la filmografía de Fellini se presenta como un álbum fotográfico en movimiento de su propia vida. El trayecto por Roma vuelve a recordar a ese dibujo de la ciudad como vorágine, hogar de la vida decadente, vacía y mistificadora que ya se mostraba en cintas anteriores como Roma y La dolce vita.
Ya desde ese momento, en lo que es un inicio de primer acto prodigioso, podemos observar los tres temas principales de la cinta, esto es; la crítica al espectáculo televisivo/publicitario como un elemento aculturalizador e inquietamente omnipresente, la trifurcación mediante el disfraz y el maquillaje de la realidad/ficción/representación y la vuelta a un pasado glorioso como toma de conciencia del paso del tiempo.

El primer tema se nos muestra de manera explícita; en prácticamente cada plano hay una televisión encendida y/o un anuncio a todo color, barroco, incluso hortera. Los personajes que aparecen en la primera parte de la cinta parecen obsesionados y abstraídos con la fuerza de atracción televisiva, olvidando sus funciones vitales y profesionales. Lo curioso es que la narración no se queda ahí, sino que muestra la televisión por fuera pero también por dentro, en el si del programa donde Ginger y Fred harán su última actuación. Si la visión inicial de la emisión televisiva ya es desalentadora, la posterior, en que se muestran los mecanismos de producción de un programa tipo Noche de fiesta, es casi siniestra. La fugacidad, falsedad, vacuidad y la obsesión por esos 15 minutos de fama que diría Warhol se hacen patentes como elementos característicos de la TV. Además, todo este circo también le sirve a Fellini para mostrar un extenso catálogo de personajes dibujados y profundamente característicos que hoy en día llamaríamos freaks.
En este entorno se produce lo que podríamos llamar imagen de la decadencia, en la que varios de esos freaks configuran una escena profundamente simbólica en el exterior de una discoteca, bailando sobre un paisaje desolado, escena de la cual Amelia rechaza participar, en una clara alegoría de su profundo sentimiento de desubicación.

Esa visión de la televisión como creadora y destructora de mitos fugaces es otro de los puntos clave de la cinta, puesto que se relaciona con el segundo tema, lo que comentabámos antes sobre la realidad y la representación. Amelia y Pippo como Ginger y Fred, y la comunión de dobles que los acompañan en el autobús marcan esa tendencia posmoderna de la búsqueda de mitos ante la ausencia de un referente religioso o familiar. Se produce aquí uno de los elementos clave en el cine del maestro italiano: la representación dentro de la representación. Mastroianni y Masina no sólo deben interpretar a los personajes sino que además deben interpretar a los personajes que interpretan los personajes. Otra vertiente de la representación se produce en la vida pública, donde personajes claramente vacíos, fracasados (como por ejemplo Pippo) maquillan sus experiencias, ofreciendo una visión exterior totalmente distorsionada de su yo interior.

El tercer tema principal es el del paso del tiempo y su virtud desubicadora. Esto se produce cuando las personas envejecen y se quedan estancadas en un fragmento de tiempo que no corresponde a la sociedad, que evoluciona hacia otros derroteros. Otro aspecto de ese paso del tiempo es su virtud aleccionadora, en que una revisión de tiempos pasados ayuda a reflexionar sobre la propia vida cuando ésta llega a su fin y a tomar conciencia (a veces en un proceso trágico) del momento que se vive.
Todo este tema se empieza a poner en evidencia cuando Pippo, borracho (otro síntoma de decadencia), no reconoce a Amelia. Esa toma de conciencia del paso del tiempo se va haciendo más grande a medida que los personajes se desilusionan al darse cuenta que su pasado glorioso ya pasó, y que de estrellas de la imitación han pasado a un mero espectáculo más, con la mera voluntad de dar paso a otro no mucho más importante y fugaz que el suyo.
El punto álgido de ese darse cuenta se da en la mejor escena del film (y una muestra más del genio felliniano), cuando en medio de sus últimos 15 minutos de fama, la luz se va en plató y con ella la magia veladora de la televisión; los personajes quedan expuestos tal y como son y es entonces cuando Pippo-Fred pronuncia la frase que mejor resume este tercer tema clave del film: Ma la luce non torna più. Sin embargo, esa desilusión que se provoca al despertar del sueño se vuelve ilusión o cuanto menos aceptación al descubrir la luz, el velo del espejo, y verse tal y como se es.

En conclusión, una obra maestra seguramente infravalorada si la comparamos a las grandes cintas de Fellini, pero digna a mi entender de pertenecer a ese limbo del realizador italiano y del cine en general. Una película repleta de símbolos y de significados subyacentes, un prodigio de realización e interpretación y aderezada con ese toque de melancolía agridulce mágica que me gusta tanto y que la convierte en un film mítico.

12 angry men: Justicia a ciegas



Desde que comencé este blog no he tenido costumbre de hablar sobre películas que no fueran estrenos, más que nada porque me parece una tarea dificultosa y/o inútil hablar sobre algo de lo que ya se ha hablado mucho; es lo que se conoce vulgarmente como "remover la mierda", y creo que es algo que no tiene mucho sentido a menos que quieras aportar una visión diferente. También, por supuesto, que sólo merecería la pena hablar sobre las grandes obras del siglo XX, y hacer un análisis sobre las mismas provoca a menudo el temor de enfrentarse a algo demasiado complicado para una mente tan limitada como la mía.

Hoy romperé la regla, y aunque probablemente no aporte nada nuevo sobre la ópera prima de Lumet, he estado pensando sobre ella y me apetecía vaciar esos pensamientos en algún recipiente. Como no tenía un barreño a mano lo hago en este blog, que es más limpio.

El argumento que nos ocupa, ya de sobras conocido, sería algo como esto: En un juicio por asesinato, el jurado se sienta a deliberar su decisión, y aunque todo el mundo señala al acusado como culpable, un hombre alberga dudas todavía sobre su inocencia. Poco a poco, irá convenciendo a los otros once de que existe una duda razonable sobre el caso.

Lo primero que nos sorprende en el film es el aire teatral que transmite (escenas interiores casi al 100%, presentación de espacios de manera lineal...). Esto no tiene por qué ser un problema, ya que muchas obras teatrales han sido adaptadas al cine con suficiencia y en ocasiones (y ésta sería un buen ejemplo) excelencia. Se me viene a la mente Doubt, que comenté hace poco en este blog y que por cierto guarda bastantes similitudes con Twelve Angry Men.

Entrando en materia, podemos calificar el principio de la obra es un ejemplo magnífico de presentación de espacios y personajes, intuyendo a través de los diálogos su personalidad y su punto de vista sobre el veredicto. Y es que el guión de esta película es uno de los mejores y más redondos que he tenido ocasión de disfrutar, un guión que tendría que servir de ejemplo canónico del cine clásico. A lo largo de la cinta veremos, a través de unos diálogos excepcionales, profundos y muchas veces implícitos, la evolución que sufre cada personaje y las diferentes capas de sentido que tiene la película.

La realización, sobria y elegante, sin artificios, se ajusta perfectamente al guión, dejando que sean los actores y sus diálogos e interpretaciones los que construyan el film, procurando, en un ejercicio de cine clásico, establecer el mejor punto de vista de la situación. Un aspecto destacable sería sin lugar a dudas la dirección de fotografía, muy cuidada y realmente adecuada a la cinta. Ésta está realizada por parte de Boris Kaufman, que a buen seguro os sonará, pues no es otro que el hermano de Dziga Vertov y fotógrafo asimismo de películas como Zéro de conduite de Jean Vigo y On The Waterfront, de Elia Kazan.
El hecho de contar con un reparto tan extenso y donde todos tuvieran más o menos la misma importancia hace que nos sorprendamos todavía más del acierto en cada uno de los actores escogidos, que rayan a un nivel perfecto durante toda la obra. Aunque ciertamente el protagonita pueda ser un más que correcto Henry Fonda en su papel de hombre impasible, no podría destacar a ninguno por encima del resto, mostrando perfectamente diferentes puntos de vista y diferentes rasgos humanos en cada uno de ellos.

Y es que la película es mucho más que una lucha de testosterona que nos muestra el machismo en la vida pública de la época, es también una profunda reflexión sobre el sistema de justicia y su funcionamiento en el seno democrático en general y estadounidense en particular. Se intenta, a través de unos personajes anónimos (no conocemos sus nombres, sólo sus números), ver representados los diferentes grados de confianza en la justicia y responsabilidad social, y en este aspecto los personajes son alegorías de prejuicios, de irresponsabilidad social, de miedos y de ignorancia. La cinta hace preguntarnos hasta qué punto las experiencias personales intervienen a la hora de ejercer un derecho/deber democrático y aceptar que siempre y cuando humanos decidan sobre humanos, existirán factores más allá de las pruebas científicas.

Es ésta, pues, una de las mejores óperas primas de la historia del cine y el causante de que a Lumet se le diagnosticara el síndrome Orson Welles; es decir, empezar en la montaña más alta de la cordillera para ir escalando después picos más bajos.